lunes, 5 de octubre de 2015

Capítulo cuarto: El Hotel de la Señora Bonnaire.

Poco a poco voy olvidando el aroma de su piel impregnado en cada rincón de esa casa; es curioso que, siendo el ser humano el animal sobre la tierra más capacitado para el aprendizaje, estemos vivos gracias a que sabemos olvidar.

Ahora que estoy a mil quinientos kilómetros al norte de mi antiguo hogar y el cielo no es tan azul ni la luz del sol es tan rotunda como la de aquel Madrid que nos vio enamorarnos, resulta que mis ataduras con mi vida anterior se van secando y cayendo como me imagino que lo estarán haciendo las hojas del Retiro. A estas alturas del año es lo normal.

Es curioso cómo muchas veces confundimos lo que nos pasa, a nuestro juicio, repentinamente, con el hecho de que no hemos sabido escuchar el sonido que, encriptado entre las luces de los cambios de estación, nos traía el aire.

Para ella la vida era una plácida balsa familiar en la que cualquier cosa que pudiera desestabilizar su rumbo se vería llegar desde lejos. Pensaba que navegábamos en aguas calmadas, simplemente porque el cielo lucía azul y las tardes eran un remanso de paz interrumpida, únicamente por nuestro hijo Javier. Sin embargo, muchas veces, bajo las aguas aparentemente tranquilas se ocultan corrientes que, sin avisar, pueden hacer que hasta el marinero más experimentado pierda de vista su Ítaca.

Ella disfrutaba de una vida tranquila; vacaciones en Mallorca y las notas de Javi como única preocupación. Ella pensaba que no hacía falta más. Pensaba que yo, con mi pequeño taller de teatro tenía bastante. Pensaba que el normal devenir de mi vida me había convertido en un tipo de persona normal: ese tipo de hombre al que nunca le dará por salir volando huyendo de no se sabe qué.

Pero yo, que siempre estuve enganchado al dulce veneno de las sensaciones nuevas no pude seguir disimulando; dejé de morderme la lengua y de darme la vuelta cada vez que me acercaba a mi Rubicón particular y, un buen día, decidí cruzarlo. Aposté todo lo que tengo por todo lo que soy. 

Por eso, y sólo por eso, señora Bonnaire, le prometo que no se arrepentirá de contratarme para este puesto. Por si no lo ha notado, soy una persona con facilidad para olvidar.

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