lunes, 28 de septiembre de 2015

Capítulo tercero: Aniversario.

El  ruido metálico de la llave abriendo la puerta de casa interrumpió el silencio que aquella tarde reinaba en el largo pasillo iluminado de manera muy tenue por la luz del salón. Allí Javier pasaba el rato, embobado, delante de la tele.


Sofía se guardó las llaves en el bolso y, delicadamente, dejó una pequeña caja envuelta con papel rojo y un lazo plateado sobre el mueble de la entrada. A continuación volvió hasta la puerta del ascensor y recogió dos bolsas del supermercado que, a punto de desbordarse sobre el suelo de la cocina, dejaban entrever unas velas, una botella de vino y un helado.


- Hola mamá: ¿Por qué no vuelve papá a casa? ¿Es que ya no me quiere?




-¡Ay, Javi! -respondió Sofía -¡Qué cosas dices! No tardará en llegar; se habrá entretenido al salir del trabajo buscando qué regalarme por nuestro aniversario. 

lunes, 21 de septiembre de 2015

Capítulo segundo: Asientos de Cuero

Es increíble que nadie viera nada. Vivía rodeado de cámaras, de miles de miradas indiscretas. Estaba sujeto a una rutina más que previsible. Continuamente, el azul de mis ojos adelantaba mis actos a quien cruzara más de tres míseras frases conmigo..

Solías decir de mi que era un libro abierto, una persona sin dobleces; endiabladamente aburrida. Un tipo poco dado a las sorpresas, a los cambios de humor repentino. Un sol de marido y un ciudadano ejemplar. Gran padre y mejor amigo ¿Un buen Amante? ¡No me hagas reír! Me veías como el asesino de cupido a punta de pistola o a golpe de copazo. Y con él, siempre según tú, claro, había terminado con la más bella historia que tu corazón post adolescente pudo soñar.

Madrid es uno de los lugares más vigilados del mundo. Cuesta trabajo pensar que nadie viera nada.
-¡Es imposible que se lo haya tragado la tierra! -Gritaba mi suegro en la comisaría de Hortaleza.

Mientras mi suegro se dejaba la voz abroncando a ese pobre guardia, yo ya estaba lejos de la frialdad de tus brazos. Después de arrojar el retrovisor por la ventanilla a las primeras de cambio decidí que ya no iba a mirar para atrás; no fuera que me pasara como a Orfeo pero al revés y aparecieras súbitamente sentada en el asiento de atrás.

Las ruedas de mi pequeño bólido lanzaban un grito sordo en cada una de las numerosas curvas que surcaban aquella noche despejada y poco a poco, empotrado en ese asiento de cuero, estaba dejando de sentir el frío que me transmitía tu recuerdo.

Mi coche atravesando la Sierra de Madrid a toda velocidad se había convertido en un hospital de campaña en el que la aguja señalando la parte alta del velocímetro inyectaba en mi cuerpo el antídoto contra tus miradas indiferentes, esos besos que no dicen nada. Esa burocracia familiar del sálvese quien pueda. Amor enlatado guardado en un armario fresco y seco.

Me alejaba, rápidamente, de noche, sin avisar, bañado por un mar de estrellas y abrigado por un manto de pinos y, por raro que parezca, nadie vio nada.


martes, 15 de septiembre de 2015

Capítulo primero: Hastío.

Empezó casi sin dolor, como sin querer, como casi todas las cosas que empiezan. Son tan lentas las pérdidas y renuncias, tan carentes de dolor las pequeñas derrotas que, de repente, un día me di cuenta de que te la luz que cada mañana entraba por los resquicios de mi persiana no era de color del cielo, sino transparente como la lluvia que lentamente va calando la ropa tendida.

Llegó un día en el que me di cuenta de que estaba actuando por inercia, movido como un engranaje más de la maquinaria que había montado alrededor de mi propia existencia. Descubrí que estaba caminando a través de una vida trufada de pequeñas rendiciones, convertida en una suave sucesión de días brumosos, días que no duelen, que son sombras de días pasados en las que todo importaba, en los que la vida brotaba como brota la sangre de una herida abierta.

Me di cuenta de que estaba viviendo unos días que, transcurridos unos años, no dejarían recuerdo alguno porque todos eran iguales.

Movido por una pequeña chispa que arrancara  mi espíritu, tragué saliva y me pregunté cómo había llegado hasta aquí. No era capaz de explicarme qué suerte de paciencia perversa era ésta que me mantenía maniatado, como esperando a que viniera alguien a rescatarme de una negra gruta en la que yo mismo parecía haber decidido confinarme

¿Cómo escapar de una prisión a la que se accede por una rampa de agua helada? ¿Qué puedo esperar, si me da la sensación de que el mundo entero es una gigantesca estatua de sal?

-Señor, son setenta y tres con ochenta y uno ¿necesita una bolsa?

-¿Cómo dice? Ah... no se preocupe: me he traído una.