lunes, 12 de octubre de 2015

Capítulo Quinto: Ebria de vino y gasolina.

La Señora Bonnaire, de cuerpo pequeño y esbelto -siempre envuelto en un traje de chaqueta negro- era una mujer cuyo silencio, del cual tenía la increíble destreza de ser absoluta dueña, decía mucho más que sus pocas, pero perfectamente escogidas palabras. Si quien elige una palabra elige un mundo, la Señora Bonnaire mostraba, a través de sus ojos claros enmarcados en las arrugas de sus cincuenta y tantos, todo un universo gramatical que, inexorablemente, se expandía invadiendo el aire de la sala de reuniones del hotel mientras todos los que estábamos a su alrededor nos íbamos sintiendo cada vez más insignificantes. 

Hace ya setenta años, al acabar la Segunda Guerra Mundial, los abuelos de la Señora Bonnaire decidieron aprovechar una casa en un pueblo a las afueras de Lille para fundar un pequeño hotel rural cuya principal característica era el cuidado por el detalle, el ambiente acogedor y una cocina excelente. Sin embargo, el carácter tiránico de la Señora Bonnaire, que se había hecho con el control del negocio tras la muerte de su padre el año pasado, propiciaba que la vida laboral de sus empleados fuera casi un infierno del que difícilmente podían escapar dadas las pocas oportunidades que la deprimida economía local les brindaba.

La gente del pueblo solía decir de la Señora Bonnaire que la crudeza de su carácter se debía a que nunca supo aceptar aquel accidente de moto en el que perdió la mano derecha. Antiguamente, Sophie Bonnaire era conocida como "la amazona de Lille" ya que fue en esta ciudad donde ganó el primer gran premio de motociclismo femenino que se celebró en tierras francesas. Entonces era joven, era rápida y sobre todo, hablaba sin parar; como durante aquella lluviosa noche en la que ebria de Chateau Margaux, celebrando el triunfo logrado unas horas antes, decidió volverse a casa en moto.
  
Dicen que después del accidente que sufrió aquella noche, Madame Bonnaire tardó tres semanas en despertar: a mi me bastó con una para descubrir que mi sitio estaba lejos de aquel hotel, que más que un hotel con encanto a mi me parecía una casa encantada, o maldita; más bien.







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